Es incuestionable que la enfermedad ha sido el motivo propulsor central de la investigación médica, muy probablemente desde tiempos inmemoriales. Al igual que en tantísimos campos del saber, el recorrido del pensamiento médico occidental parte de la Magna Grecia , punto de inicio del proyecto racionalista. El concepto clave era el logos, un discurso explicativo y demostrativo contrapuesto al mito, el cual no exigía confirmación ni determinación de su origen. La opinión y el saber científico habían quedado bien diferenciados. Un alumno de Platón, Aristóteles, propone ulteriormente un modelo causalista que constituyó la primera predicción ofrecida por la ciencia para avanzar desde el conocimiento de hechos a una comprensión de sus determinantes.
Con un tanto de antelación la medicina griega había comenzado a intentar explicaciones a las enfermedades de la mano del gran Hipócrates. Sus obras compiladas en el Corpus Hippocraticum, son observaciones minuciosas sobre el enfermo y en su entorno, las diferencias entre uno y otro caso, como así también reflexiones sobre la práctica médica y la importancia del medio ambiente sobre la salud. Hipócrates ponía en primer lugar a la observación y el registro cuidadoso de los síntomas. Gracias a él entendimos que la descripción es un paso primordial en la empresa de comprender un padecimiento. La enfermedad pasó a ser un fenómeno natural pasible de ser estudiado y modificado a través de procedimientos terapéuticos. Varios siglos después Galeno intento superar la concepción hipocrática pero desafortunadamente terminó en un dogmatismo paralizante, también designado como la larga noche Galénica.
Una serie de hechos acaecidos durante los siglos XVI y XVII, fundamentalmente las proposiciones efectuadas por Nicolás Copérnico y posteriormente Galileo y Descartes fueron la base de sustentación para el surgimiento de la Modernidad. Se instala el ideal de racionalidad plena, confianza absoluta en el poder de la razón sea en lo cognoscitivo o lo práctico, que hará posible dominar, manipular y en definitiva transformar la naturaleza. Es un sujeto totalmente seguro de sí mismo, dispuesto a enfrentar la totalidad de objetos contenidos en el mundo. Es un ser libre y ello lo dignifica aún más. El mandato es identificar las leyes que nos han venido gobernando. A partir de esta racionalidad plena, la ciencia se erige como conocimiento por excelencia.
Enmarcado en este contexto, la Medicina también se restriega sus manos y se pone a trabajar. La sola contemplación de las pinturas del Renacimiento italiano da cuenta que la anatomía estaba transitando por caminos más promisorios. Del mismo modo en que se había conseguido observar los astros, porqué no desarrollar un dispositivo por el cual se pudiera analizar lo micro y así adentrarnos en el estudio de los tejidos.
A partir de la propuesta Cartesiana de l os dominios de la mente y de la materia, la Medicina focalizó su mirada fundamentalmente en el cuerpo-máquina. Una medicina concentrada en el desarrollo mecanicista-biológico, en buena medida fogoneada por las ideas Newtonianas en cuya concepción el Universo había sido puesto en marcha como una inmensa máquina gobernada por leyes inmutables con muy poco espacio para la incertidumbre. Los fenómenos complejos podían ser conocidos por medio de la fragmentación y análisis por separado, para posteriormente reunirlo y volver a tener el objeto total . En pleno romanticismo Augusto Comte enuncia que toda rama del conocimiento o ciencia, atravesaba tres fases: la identificación de una causa primaria, el reconocimiento de su esencia y finalmente el establecimiento de una ley, etapa positiva o científica.
Los siglos XVIII y XIX fueron testigos de grandes progresos en el conocimiento médico que dieron lugar al desarrollo de disciplinas fundamentales para la práctica profesional, como la Semiología, Fisiología, Anatomía Patológica, Microbiología y Epidemiología, entre las más salientes. Se había puesto los pantalones largos y casi estaba para los altares. Pero el siglo XX puso en tela de juicio muchos de los grandes postulados de la modernidad y la Medicina no escapó a ello.
Nuestra confianza en la infalibilidad y universalidad del conocimiento se desmembró. Como bien lo señalara el psicoanálisis la razón más que una fuente de verdad había constituido una racionalización al servicio del deseo. Desde una mirada antropológica aquella pretendida razón universal sería en definitiva una amalgama de representaciones, creencias y hábitos de pensamiento, resultado de la formación impartida por una determinada cultura. Sin dejar de mantener una relación estrecha con el pensamiento precedente (de ahí la designación de modernidad tardía), tuvo a lugar un quiebre en los ideales del conocimiento planteados hasta ese momento. No más verdades universales sino provisorias y contingentes.
Todos estos cambios impactaron directamente sobre el conocimiento y el mismo modo de conocer. Como en la mayoría de las crisis sobrevinieron las superaciones. Si bien nos falta mucho por recorrer, resulta claro que nos estamos adentrando en una etapa de saludable cordura. Sustentado en fundamentos lógicos y empíricos, adhiriendo a un método, el conocimiento científico, apunta a describir, explicar y predecir con la mayor objetividad posible, en un marco de criticidad que siempre nos llevará a cuestionarnos si lo estamos haciendo bien.
Para el caso de las ciencias fácticas (en las cuales se hallan incluidas la mayoría de las disciplinas médicas) las hipótesis se construyen a partir de inconsistencias de los hechos o bien del caldero de las ideas. De dicha hipótesis se deduce su consecuencia, la cual puede ser contrastada con la experiencia, sin que ello implique la verificación de la misma sino sus derivaciones. Así las cosas no será posible alcanzar una verificación absoluta. En todo caso se pueden lograr confirmaciones adicionales, y con ello sostener que la hipótesis consigue un alto grado de robustez, candidata a convertirse en una suerte de ley natural. Sin embargo, siempre existirá la posibilidad de observaciones incompatibles con la proposición original. Ni el más precavido y honesto de los científicos está exento de incurrir en un traspiés cognoscitivo, y tras ser advertido la comunidad científica rápidamente toma nota de ello. Este gesto de reconocimiento y posterior apertura a nuevas concepciones enaltece el quehacer científico y garantiza que ningún presupuesto quede a resguardo de una ulterior revisión.
Traspuesto el hecho empírico se pasa al terreno de las teorías, a las cuales no se llega por inducción sino mediante la invención de una estructura que da razón de los hechos. Las teorías de las ciencias experimentales (incluidas las médicas) son factibles en tanto procuren aproximarse en concordancia con la realidad, sin llegar a constituir un reflejo acabado de la misma. Es por eso que l as predicciones de efectividad siempre acarrean una cuota de riesgo porque la base inductiva no es tan amplia. Todo esperamos que aquello que funcionó en tal o cual estudio también se produzca entre nosotros. Lo que intenta la investigación es disminuir esa inseguridad, eliminarla imposible.
La investigación científica, al igual que otras actividades humanas, termina instalando una suerte de confiabilidad. Los científicos parten del supuesto por el cual los hallazgos publicados por sus colegas son válidos. La sociedad a su vez confía que los resultados de la investigación reflejan un intento digno de describir al problema en cuestión. El nivel de confianza que ha caracterizado a la ciencia y su relación con la sociedad ha llevado a una trasposición y aplicabilidad como nunca antes vista.
El conocimiento médico no sólo facilita un mejor ejercicio de la profesión, sino también una mayor comprensión del terreno que pisamos. Un buen antídoto para contrarrestar tentaciones.., esas que nos aguardan a la vuelta de la esquina.
Aristóteles había señalado, sin embargo, que el todo era más que la suma de las partes.
Oscar Bottasso
Instituto de Inmunología
Facultad de Ciencias Médicas-UNR