Los médicos que transitan su tercera o más décadas en la profesión han tenido la enorme oportunidad de asistir al mayor desarrollo científico de la historia. Después de varios siglos de inmovilidad, debida probablemente al notable ascendiente ejercido por Galeno y sus seguidores, quienes desarrollaron incansablemente la teoría de los humores, se arribó a finales del siglo XIX a nuevos paradigmas, todos ellos prolijamente resistidos en su momento, para luego pasar a dominar sucesivamente el pensamiento médico del siglo XX.
Sin ánimo enciclopedista, baste mencionar la teoría de la infección, denostada por célebres autoridades de la época; los primeros pasos en la elaboración de una teoría inmunológica, con la notable visión de Ehrlich (Nobel de Medicina, 1908) de la llave y cerradura para describir la interacción antígeno-anticuerpo; el concepto de autoinmunidad; la audaz incursión de Freud para que podamos acceder a una teoría de la psique humana , en un momento en que todavía muchos cuestionaban -y cuestionan- la sola posibilidad de la localización orgánica del alma, etc.
A mediados del siglo pasado, muchos ya pensaban en una grand theory abarcadora, explicativa de todos los fenómenos vinculados al objeto de estudio de la medicina, cuando Watson y Crick (Nobel de Medicina/Fisiología, 1962) develaron el código genético. La disciplina médica, en su vertiente científica, ya se hallaba sumergida en la profundidad de la célula, su metabolismo, las unidades constitutivas de sus múltiples mecanismos bioquímicos y en la mismísima esencia de la estructura molecular.
¿Hay algo más contundente que el descubrimiento de que la sustitución de un solo aminoácido, en la complejidad de una cadena de globina, es suficiente para producir una hemoglobinopatía (Pauling, Nobel de Química, 1954), y tantas otras enfermedades? ¿O la descripción completa del genoma humano, desnudando nuestra intimidad bioquímica y sustrayendo el misterio de nuestra carga genética?
A partir de este punto el paradigma molecular que vivimos actualmente ha producido un enorme cambio en nuestra manera de pensar el proceso salud-enfermedad, nuestra forma de elaborar la anamnesis, buscar explicación a los síntomas y diseñar estrategias de prevención, diagnóstico y tratamiento. Basta revisar someramente los títulos de las revistas científicas líderes en los últimos 15 o 20 años, y compararlos con los actuales, para que resulte evidente que nuestra educación médica necesita un adecuado conocimiento de biología molecular.
También requiere, por la naturaleza misma de nuestra responsabilidad médica, que el médico tome la bandera de su propia educación médica continua, críticamente basada en la mejor evidencia disponible, tal cual lo han hecho nuestros modelos médicos desde tiempo inmemorial.
Y la mejor evidencia disponible proviene de la implementación de recursos científicos, pues no existen otros que resulten confiables. Es la evidencia científica, hoy definitivamente apoyada en la biología molecular, la que posibilitó la introducción de los antibióticos, vacunas y mejoras sanitarias durante buena parte del siglo XX, todo lo cual indudablemente se vincula con el aumento de la expectativa de vida en las últimas décadas. La lista continuaría con el advenimiento de la hemodiálisis, transplantes de órganos, eficaces tratamientos oncológicos en hematología, intervenciones cardiovasculares y varias familias de fármacos de relevante eficiencia en el tratamiento de afecciones crónicas.
Pero existen otras disciplinas que el médico debe dominar. La realidad es compleja, cambiante, e irremediable. El edificio de nuestra concepción actual de la medicina está compuesto de materiales diversos, enraizados en conceptos humanistas y sociales, y en una permanente incursión en los modelos culturales, siempre dinámicos, de la relación médico-paciente.
¿Quién nos provee a los médicos de la necesaria cuota curricular para enfocar los aspectos emocionales que desbordan en la relación con el paciente? ¿Serán quizás los modelos proporcionados por nuestros maestros, una especie en extinción? ¿Nuestra compleja cultura, donde se entrelazan valores ancestrales, formación filosófica, retazos de devaluada enseñanza religiosa, conflictos personales, lecturas dispersas?
¿Alguna especial capacidad, inherente a nuestra personalidad, o algún proceso de aprendizaje apto para desarrollar la empatía necesaria para abordar al paciente? ¿Todos los anteriores juntos?
¿No sería extraordinario que contemos con una herramienta tan contundente como la biología molecular para dar respuesta a estos interrogantes? ¿Resulta acaso sorprendente que Crick haya dedicado los últimos 30 años de sus investigaciones a tratar de describir los mecanismos moleculares que rigen el psiquismo humano?
El Homo Sapiens , distinguida especie zoológica, se halla inadecuadamente adaptada al planeta, como se comprueba al contemplar cómo se dedica pacientemente a deteriorarlo. Pero al mismo tiempo, exhibe como rasgos dominantes una inextinguible curiosidad y alambicadas vetas de creatividad, lo que precisamente constituyen el germen de su conocimiento científico, su capacidad artística, y su inevitable neurosis.
En esta aventura fascinante del ser médico tenemos el privilegio de acceder a los confines del conocimiento biológico, asomarnos al mundo de estructuras constitutivas y mecanismos desconocidos pocos años atrás, y al mismo tiempo, bucear artesanalmente en el campo de las relaciones interpersonales, sin brújula, con escasa evidencia acerca del resultado final de nuestro encuentro con el paciente y la consiguiente, eterna incertidumbre sobre nuestros próximos pasos.
En otras palabras, la contundencia del conocimiento molecular nos provee del rigor científico que lentamente se traduce en educación y práctica médica, mientras que nuestro arte nos guía para navegar en las aguas irracionales, inconmensurables, que nos comunican con el paciente. ¿Adónde te fuiste, Francis Crick, sin enseñarnos dónde está el gen del arte médico, y cómo funciona?
Dr. José A. Rojman